María Cecilia Valenzuela Toro tiene 41 años. A los 36, ingresó a la Universidad de Playa Ancha con la idea de vivir “el momento más feliz de mi vida” que ella esperaba hacer realidad a punta de esfuerzo, compromiso y dedicación. Ese instante tan especial y anhelado se materializó el martes 25 de noviembre, cuando recibió su título profesional de Educadora de Párvulos, en el marco de la Ceremonia de Titulación 2008.
Por cierto, cabe consignar que este fundamental paso no lo está protagonizando sola, sino que en compañía de centenares de jóvenes más que, al igual que ella, cierran por estos días una significativa etapa de crecimiento profesional y personal. Entonces, vale cuestionarse, ¿qué tiene de especial este relato?
María Cecilia, desde antes de su ingreso a la UPLA, sufre de Artritis Reumatoidea Crónica y Deformante, enfermedad que hacía más complejo todo su proceso de enseñanza-aprendizaje, en el marco de un país y una cultura que no ha sido lo suficientemente receptiva a las necesidades de personas que presentan problemas de discapacidad.
¿Qué te ha parecido tu vida en la Universidad?
“Ha sido un sueño, he disfrutado cada paso dado. Aunque suene un poco extraño, lo que más disfruté fueron las pruebas, siento que allí es donde uno realmente aplica los conocimientos y, por otra parte, donde surge el trabajo en equipo. Andar por los pasillos y subir cada día las escaleras era un disfrute que tenía que vivir a concho. No sé si es por la diferencia de edad respecto de mis compañeras que afrontaba esto con mayor madurez o qué, pero creo que viví realmente la vida universitaria.
Ahora bien, por otra parte, igual me complicaba un poco el cuento de vivir en torno a grupos. Las chicas iban al baño juntas, a la biblioteca juntas, tuve que adaptarme a ello porque, finalmente, me percaté de que este sistema de trabajo tenía que ver mucho con mi futuro: para ser educadora se requiere el trabajo en equipo”.
Ahora que ya estás cerrando una etapa ¿Qué te pareció la carrera?
“Es lo más lindo que tengo, en lo que me he formado y lo que quiero hacer por el resto de mis días. Al principio, claro, uno siempre evita, por ejemplo, algún determinado grupo o nivel de infancia. En mi caso, por ejemplo, reconozco que le hacía el quite a la sala cuna, pero en cuanto tuve la posibilidad de trabajar en un jardín y ser partícipe del desarrollo de estos niños, pude observar el progreso, el crecimiento, el aprendizaje.
Me pareció, además, que es una carrera demasiado importante. Uno aquí es responsable directa del posterior desarrollo de los niños, razón más que suficiente para saber bien qué hacemos y amar nuestra labor.
Por otra parte, además de amar lo que uno está siendo, siempre nos dijeron que nos entregaban el esqueleto, que siempre debemos investigar fuera de las clases o apreciar lo generado en las prácticas. Siempre hay que estar preparándose para el trabajo. En ese sentido, lo que me enseñó en primero alguna profesora, por ejemplo, lo estoy aplicando ahora en conjunto con todo lo que aprendí luego: creatividad, didáctica, juegos, y todo lo que observé durante los cinco años.
Nuestras profesoras también fueron educadoras, y eso también es súper importante porque así nos damos cuenta que de verdad vivieron lo que nos están enseñando”.
Además de la dificultad que implicó el hecho de volver a asistir a clases después de años lejos de las aulas, está el tema de la discapacidad ¿Nos puedes contar sobre eso?
“Antes de ingresar a la universidad yo había dado una vez la que entonces era la Prueba de Aptitud Académica (PAA) y me estaba preparando para rendirla por segunda vez. Fue en ese entonces cuando, a través de un llamado telefónico, la UPLA me informó que me brindaría la posibilidad de cursar una carrera en sus aulas.
Recuerdo que en cuanto recibí la noticia la alegría fue tanta que gritaba de felicidad. Es que, para mí, entrar a la universidad era algo que siempre había soñado y que, por cierto, significaba saltar una pared de obstáculos.
Cuando entré acá, sabía que iba a tener dificultades porque mi enfermedad, una Artritis Reumatoidea Crónica y Deformante, se iba acentuando cada vez más, así que de a poco, año a año, traía mayores complicaciones. Por cierto que al principio no lo notaba. Fue después cuando, al mirarme al espejo, apreciaba que esto iba avanzando.
La cosa es que al ingresar acá sucedió algo curioso. Creo que fueron las ganas de aprender y la felicidad que significó estar acá lo que me ayudó de manera increíble. El avance de la enfermedad se paralizó. Fue un milagro. Con decirte que incluso, hace dos años atrás, el doctor bajó significativamente la dosis del remedio que tomo para mantener esto a raya. Creo que eso fue precisamente a causa del ánimo positivo que la UPLA instaló en mí.
Ahora bien, si hablamos de dificultades tangibles, pues estaba el tema de las escaleras que ahora al fin se ha solucionado con ascensores en la Casa Central y todos los demás edificios. Definitivamente, en mis primeros años de estudio costaba llegar a una sala que estaba en el quinto piso”.
¿Qué te pareció la actitud de los distintos actores de la comunidad universitaria u otros compañeros con algún grado de discapacidad?
“Puedo decir, por ejemplo, algo que me pareció muy bueno en cuanto a la actitud de mis profesores. Ellos exigen igual a todo el mundo y eso es excelente porque, cuando uno va al campo profesional, le demandan lo mismo que a todos los demás. Imagínate que ellos hubiesen tenido una actitud más condescendiente, o qué se yo. Hoy no podría estar en el lugar que estoy.
Ante eso, había que arreglárselas, claro está. Recuerdo que en lugar de tomar apuntes, por ejemplo, yo llevaba mi grabadora a la mayoría de los ramos. Hubo, por cierto, alguna vez un profe que no permitía grabar la clase y, bueno, él tenía sus normas y tenía que respetarlas. De eso, rescato la experiencia. Ocupaba bastante la memoria y me dolían las manos demasiado al terminar la clase.
Por otra parte, también hay que señalar que muchas veces los compañeros están un poco distantes de la realidad de quienes tienen discapacidad. Los jóvenes, sobre todo, tienen bastante inconsciencia en torno a estos temas. No sé, por ejemplo, si va alguien con alguna muleta o una persona no vidente, no se paran a ayudar. A veces es necesario detenerse un par de segundos porque, para uno, un poquito de ayuda significa un gran agradecimiento”.
Y de parte de la institución ¿Hubo algún gesto o iniciativa que te brindara ayuda?
“Desde el hecho de recibir el llamado de aceptación de ingreso a la Universidad se notaba el interés por mí y por las personas con algún grado de discapacidad pero, además de ello, fue de gran ayuda la labor de Fernanda Ramírez, quien, desde su rol de Asistente Social de la Dirección de Asuntos Estudiantiles, me llevó a participar de un grupo de estudiantes con discapacidad y, a través de él, se realizaron gestiones para obtener algunos beneficios que me sirvieron, en aquel entonces, para mis estudios y para lo que venga más adelante”.
¿Cuáles son las sensaciones y apreciaciones que quieres manifestar en este último día en la UPLA?
“Fueron muchos los minutos y las horas que me dediqué a esto. Muchas las cosas que uno deja de lado por alcanzar una meta…
Hay muchas personas que creen que por estar en una silla de ruedas o por tener, qué se yo, las dificultades en las manos que yo tengo, se dicen a sí mismas que para qué van a seguir. Creo que mi caso ejemplifica que sí, que se puede conseguir ser un profesional a pesar de todos los problemas que se tengan. Basta un poco de esfuerzo y el apoyo de una institución tan grande en lo afectivo como ésta para que cada quien logre sus objetivos.
Ahora, lo único que quiero, después de esto, es seguir aprendiendo y seguir formándome porque con todo lo que uno aprende acá, más todo lo vivido en las prácticas y en el trabajo con niños, me quedó más que claro que hay cosas por reforzar y temas por investigar. Hay que seguir intentándolo y, para ello, tengo todas las ganas”.
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