«Fue un domingo de Pascua de Resurrección, en 1722, cuando el capitán holandés Jacob Roggeveen descubre y bautiza para occidente la Isla de Pascua, que ahora llamamos Rapa Nui.
Durante siglos, los habitantes polinésicos de la isla no habían recibido otra visita que las aves marinas que marcaban cada primavera, de manera que la llegada de los holandeses debió causarles una gran impresión.
Según los últimos datos del paleoambiente, la isla venía saliendo de dos siglos de sequía, que había destruido del antiguo bosque. Sin árboles de buena calidad como el toi, no pudieron seguir tallando y trasladando moai, ni confeccionar embarcaciones para buscar nuevas tierras. Los datos de la arqueología muestran que habían logrado adaptarse a esas condiciones, modificando radicalmente su antiguo orden sociopolítico e ideológico, desarrollando nuevas tecnologías para mantener la producción agrícola, un logro tanto o más impresionante que el megalitismo de la época anterior. No se habían autodestruido como se pensaba hasta hace poco, sino todo lo contrario.
En esa época, el Pacífico era dominado por dos poderosas compañías holandesas. La Compañía de las Indias Occidentales tenía el control absoluto desde Nueva Guinea al este.
Jacob Roggeveen era un doctor en Leyes de 62 años, cuyo mayor interés era cumplir el sueño de su padre: descubrir un mítico continente al oriente de Nueva Zelanda, llamado «Southland». Finalmente, logró que la Compañía pusiera a su disposición tres barcos: Arend, Thienhoven y African Galley, con un total de 223 hombres, y armados con 70 cañones.

La expedición zarpó el 16 de junio de 1721 desde Texel, Holanda. Después de una agotadora travesía por el Atlántico y el Cabo de Hornos, el domingo 5 de Abril de 1722 observaron signos de la cercanía de alguna costa: vegetación flotante, una tortuga, y aves marinas. Esa misma tarde divisaron una isla que no estaba registrada en las cartas de navegación de la época, y Roggeveen decide bautizarla como Isla de Pascua.
Aunque los europeos necesitaban imperiosamente agua y vegetales frescos, decidieron esperar. Recién dos días después, en medio de una tormenta, fue un isleño el que se atrevió a iniciar el contacto con esos extraños tripulantes de barcos gigantes. El asombro fue mutuo. Se trataba de un hombre de unos 50 años, de complexión robusta y piel oscura, completamente desnudo pero cubierto con tatuajes y una especie de turbante.
Se mostró maravillado por las dimensiones y detalles del barco, inspeccionando y tocando todo. Los holandeses le pasaron un espejo, y se llevó un gran susto al ver su imagen reflejada. También le impresionó el sonido de una campana. Le ofrecieron un vaso de gin pero, inocentemente, se lo tiró a la cara. No volvió a aceptar nada de beber ni comer, pero recibió con gran agrado unas tijeras, y el espejo. En un momento se sintió avergonzado al ver a todos los europeos vestidos, pero le dieron una pieza de tela que usó como taparrabo. Luego, se arrodilló sobre la cubierta y puso sus manos y cabeza sobre el piso, levantándolas al cielo durante un largo rato, mientras recitaba una letanía en voz alta. Un marino comenzó a tocar un violín y cantaron y bailaron alegremente.
Por su parte, los visitantes quedaron impresionados por lo frágil y rústico de su embarcación: una pequeña canoa tan liviana que podía levantarla un solo hombre, construida con pequeños trozos de madera cosidos y calafateada con alguna sustancia orgánica, que hacía agua constantemente. En el interior estaba soportada por dos costillas, y se impulsaba con un remo. A pesar de ello, había sido capaz de llegar a unas 3 millas de la costa en medio del temporal.
Pasaron otros dos días de visitas amistosas de isleños que llevaban de regalo gallinas vivas y asadas, ñames y plátanos fritos y cocidos. No pedían nada a cambio, pero volvían a la playa con cualquier objeto sin valor, en especial sombreros. Los holandeses se acercaron a la playa de Anakena en dos botes, y fueron rodeados por ansiosos isleños en sus pequeñas canoas y flotadores de totora (pora). Alcanzaron a ver que vestían telas blancas y amarillas (mahute), y algunos llevaban aros plateados y collares de madreperla.
Finalmente, el día 10 los holandeses decidieron desembarcar. La avanzada se componía de 134 hombres armados, mientras otros 20 quedaron cuidando los tres botes en la playa. De pronto, la desgracia.
Mientras una multitud los escoltaba alegremente, en la retaguardia un joven oficial entró en pánico y disparó sin razón aparente. La reacción en cadena de algunos compañeros dejó unos diez isleños muertos y otros tantos heridos.
A lo largo del siglo XVIII solamente recibieron otras tres visitas de exploradores europeos, de España (1770), Inglaterra (1774) y Francia (1786), que no causaron daño a la población pero estimularon nuevos cambios. En el siglo XIX, la historia sería muy distinta».
Arqueólogo, José Miguel Ramírez.
Investigador asociado HUB Ambiental Universidad de Playa Ancha
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