En medio de la discusión por la reforma a la educación superior, que ya hace cundir el desaliento entre quienes creían y creemos en ella, la intransigencia del Gobierno deja en evidencia las graves falencias estructurales de un proyecto que prometía terminar con la segregación, pero que se ha reducido a una pugna ideológica que amenaza con sumir al sistema en una profunda crisis y, con ello, perder la oportunidad histórica de hacer los urgentes cambios que se requieren en este ámbito.
Cabe recordar que, en plena campaña por su segundo mandato, una de las grandes promesas con que la Presidenta aspiraba a llegar a La Moneda, era fortalecer la educación pública y alcanzar la gratuidad universal en educación superior. Con esto, se forjaron grandes expectativas en torno a un proyecto que auguraba generar cambios profundos que pudieran derribar -aunque de manera tardía- la herencia que dejó la dictadura militar. Vale la pena recordar, quizás con pesimismo, que la propia mandataria, de regreso de Nueva York, señaló no estar de acuerdo con que su propia hija estudiara gratis… y fue el sentir y las demandas de la propia ciudadanía las que la hicieron retroceder en sus primeras impresiones.
Cuando el proyecto de ley ingresa a la Cámara de Diputados, la sensación es que la falta de articulación de este -por decir lo menos- no radica en la carencia de recursos o regulaciones suficientes que permitan establecer un sistema centrado en la educación pública, sino, más bien, en principios incoherentes con los lineamientos programáticos del Gobierno.
Todo esto porque resulta inconcebible pensar en la educación pública desde una perspectiva de derecho social, cuando la normativa vigente permite que la mayoría del gasto fiscal en esta materia esté concentrado en instituciones privadas creadas después de 1981, sin ninguna regulación y sobre las que, en muchos casos, recaen denuncias de lucro.
El proyecto de ley ha reafirmado los temores de muchos, en el sentido de que la reforma a la educación superior no hace otra cosa que legitimar y profundizar un modelo predominantemente privado, donde el Estado está al servicio de los intereses particulares que desconocen su responsabilidad con la educación pública.
Así, bajo mecanismos como el Crédito con Aval del Estado (CAE), los recursos públicos -propiedad de todos los chilenos- se han utilizado durante años para subsidiar una oferta privada desregulada y, dramáticamente, para endeudar a millones de jóvenes que legítimamente aspiran a una educación superior. Si el propio ex Presidente Lagos ha señalado que es el momento de analizarlo y replantearlo es precisamente porque las de hoy no son las condiciones del ayer, cuando lo creó.
Por desgracia, no se observa una mínima intención del Ejecutivo conducente a subsanar y reorientar la reforma, en el intento por diseñar una política pública en educación que «deje contentos a todos», pero que guarda profundas contradicciones.
No cabe duda de que frente a la elaboración del proyecto de ley de reforma de la educación superior, se debe pensar en sus principios, en lo que es bueno para el país, en los compromisos de campaña, en la experiencia internacional y en lo que hay que corregir del sistema vigente. Todo ello expresado en el clamor popular, que finalmente se traduzca en mejoras sustantivas en la calidad de vida de las y los chilenos.
Sin embargo, todavía creemos que esta reforma es la oportunidad de discutir sobre la educación que queremos para nuestro país, para que miles de jóvenes tengan las herramientas necesarias para mejorar su calidad de vida y hacer de Chile un país más equitativo y justo.
Es necesario mirar a países de la OCDE, donde la educación superior está compuesta, en general, por un sector público predominante, que en promedio capta al 75% de la matrícula. Las universidades estatales tienen un amplio respaldo de sus gobiernos, con plena autonomía sobre sus asuntos, donde el financiamiento estatal directo está por sobre el 80% de sus presupuestos.
Las universidades estatales empobrecidas no les sirven a los chilenos. Necesitamos instituciones estatales fortalecidas, pues es la única manera de dar el salto al desarrollo.
Es momento de mirar al futuro y afrontar sus exigencias. Las universidades estatales están llamadas a ser protagonistas de una nueva política de educación superior, que las consolide como la columna vertebral de la educación universitaria, permitiéndoles cumplir con el rol y la misión que la sociedad les demanda. Tenemos historia, capital humano y disposición para unirnos en esa gran tarea.
Dr. Juan Manuel Zolezzi Cid
Rector Universidad de Santiago de Chile
Opinión publicada en El Mercurio, lunes 26 de septiembre de 2016.
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